miércoles, 16 de abril de 2014

CONFESAR A CRISTO RESUCITADO

Uno de los grandes problemas que tuvo Jesús para poder hacerse entender fue el que la gente superara la dicotomía que había en sus vidas: Dios-Ley escrita y vida, de forma que entre lo que se siente, se piensa y se vive y lo que luego se practica, no hay conexión alguna.

Cristo viene a integrar al hombre, a estructurarle una coherencia vital, de tal forma que lo que aparece en el exterior es un fiel reflejo del interior que vive en él y, ese interior es una realidad completamente nueva, vivificada por el Espíritu Santo que nos hace llamar y sentir a Dios Padre, por lo tanto nos impulsa a vivir como hijos de Dios.

Esta es la gran realidad de la RESURRECCIÓN que celebramos: somos “hombres nuevos” porque el hombre viejo fue clavado en la cruz con Jesucristo y resucitó el hombre nuevo.

Esto ha ocurrido ya en nosotros con nuestro bautismo, donde fue enterrado el hombre viejo y ha resucitado el hombre nuevo, insertado en la muerte y en la resurrección de Jesús. Esta nueva realidad nos lleva a vivir de una forma completamente nueva, con un sentido completamente nuevo y distinto, con una coherencia total entre lo que sentimos, pensamos, hablamos y vivimos.

Pero tristemente la dicotomía sigue en pie y para muchos cristianos es preferible el antiguo régimen de vivir por un lado su relación con Dios y el mundo espiritual y por otro vivir el mundo espiritual como dos realidades inconexas.

Bástenos el ejemplo que tenemos a diario cuando escuchamos hablar de la necesidad que tiene un cristiano de practicar las obras de misericordia: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, hospedar al que no tiene casa, visitar al enfermo y al que está en la cárcel… automáticamente hay gente que a la iglesia viene a rezar y no a escuchar discursos políticos y es que no hemos entendido en absoluto el mensaje de Jesús que nos deja UN SOLO MANDAMIENTO:  EL AMOR y que el único signo que nos va a distinguir como seguidores suyos es cuando este AMOR lo llevamos a la práctica y lo realizamos con nuestros semejantes.

Pues no sé qué ha pasado que hemos desencarnado el seguimiento de Jesús y lo hemos confundido con una doctrina que se queda solo en la teoría para ser aprendida de memoria y una práctica que se confunde con el no creyente. Esta realidad viene causando  unas gran división dentro de las filas de los creyentes, de manera que  podemos encontrar católicos en los partidos políticos que distinguen entre lo que es ser creyente y lo que es ser político y así los vemos apoyando leyes y tendencias que van en contra de todos los principios naturales, espirituales y cristianos y por otro lado se confiesan creyentes y practicantes. Lógicamente el testimonio que damos como cristianos que creemos en la resurrección, más que testimonio es un espectáculo bochornoso.

Jesús dejó bien claro su mensaje: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis como yo os he amado… y en esto conocerán que sois de los míos: en que os amáis los unos a los otros”: el amor a Dios y el amor al prójimo son como las dos piernas que sostienen al cristiano, si le falta una andará cojo. Nadie puede decir que una persona con una sola pierna está perfecta. Por tanto, ser cristiano y vivir en cristiano es tener las dos piernas fuertes; ser testigos de Cristo Resucitado es vivir con todo el cuerpo en armonía con Jesús.

No puede haber contraposición entre “doctrina” y “práctica”, es más, no se entiende la una sin la otra y ambas se necesitan.

Cuando esto no se tiene claro, es muy fácil caer en lo mismo que el Papa Francisco denuncia: “Nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera”. (E.G. 54).

Ya advertía también de este peligro el Papa Benedicto XVI  en “Caritas in Veritate” “Si la justicia está separada de la teología, la caridad se “malinterpreta y se vacía de significado”.

El Papa Francisco lo deja bien claro  en E.G nº 3 “Sólo en la verdad resplandece la caridad” pues la verdad es lo que le da el sentido y el valor a la caridad; es decir: no pueden estar encontradas la razón y la fe; el hombre no puede vivir haciendo lo contrario de lo que piensa y siente.

El gran problema que ha venido dándose a través de todos los siglos ha sido siempre el mismo: separa fe y vida como dos cosas que no tienen que ver la una con la otra; problema que ya el mismo S. Juan deja bien claro: “La religión pura es esto, interesarse por la viuda y el huérfano en dificultad, y mantenernos inmaculados del mundo”. (Jn 1, 27) 

Y después Santiago lo ratifica. “La fe, si no tiene obras, está muerta… ¿Quieres enterarte, insensato, de que la fe sin las obras es inútil?   (Stgo.  2,17)




 




 

jueves, 10 de abril de 2014

LA ESCUELA DE LA VIDA


         Ocurre con mucha frecuencia, cuando nos encontramos un grupo de gente mayor, que alguien salta a la escena recordando tiempos pasados y, automáticamente, todos se enganchan en la propuesta contando lo que se hacía en otros tiempos y que ahora resulta imposible; ahora todos añoran muchas cosas de las que se perdieron y ven que hemos renunciado a algo importante, sin poner otra cosa mejor en su puesto,  y lo que está resultando de este cambio, es tristeza y desánimo, pues no le llena a nadie y estamos viendo que lo que perdimos ya no volverá, por ejemplo: aquellos momentos en que en torno al fuego se contaban cuentos e historias de lobos o de bandoleros que se habían echado al monte… o en otros tiempos más cercanos, cuando era considerado una falta de educación levantarse de la mesa antes de que lo hicieran todos y en torno a la mesa se charlaba de todo y en la sobremesa se comentaban todos los problemas; o cuando los vecinos se sentaban a la puerta de la casa y se pasaban largas horas charlando, contando chistes, narrando hazañas realizadas por alguno de los antiguos vecinos que todos recordaban y que iban quedando en el recuerdo de todos hasta convertirse en leyendas; compartiendo todo lo que se vivía… de tal forma que se sentía el calor de la vecindad hecha familia.

         Todos concuerdan en que aquel ambiente nos hacía sentirnos más humanos, más cercanos, más solidarios y, sobre todo, menos solitarios… y mucha gente dice: “Ahora que lo tenemos todo, nos sentimos más solos, más tristes, menos felices, pues no podemos fiarnos unos de otros…”

         Y uno se pregunta: ¿Se puede considerar progreso a algo que nos lleva a aislarnos, a considerar a los demás como extraños y hasta como enemigos de los que no nos podemos fiar y tienes que guardarte; a sentirnos solos, insatisfechos e infelices?

 

        Yo no puedo dejar de recordar mi infancia en aquella aldea de Aulabar, es más, cuando observo la infancia de los niños actuales, siento lástima, pues les han robado la infancia.

         No ha quedado en mi mente marcado el dolor, el sufrimiento, las grandes carencias que tuve de alimentos, de cariño, de afecto familiar, de juguetes, de caprichos… Nunca se me ocurrió pensar en estas cosas, ni atormentarme por ellas, pues sabía perfectamente que no las iba a poder tener; pero en cambio siento mi infancia llena de luz y de libertad, tan libre como un pájaro, como una ardilla o como alguno de los animales con los que me crié.

         Recuerdo entrañablemente las tardes de verano, debajo del parral de Luis, o de Antonio, donde mayores, jóvenes y niños aguantábamos el grueso del calor de la tarde, hasta que refrescaba un poco y cada uno retomaba el trabajo, mientras tanto, allí en la calle, unos dormitaban, otros hablaban y allí  compartíamos todo.

En  las noches de invierno, junto al fuego, donde hombres, mujeres, pastores, muleros, ancianos, niños… cada uno haciendo sus cosas: pleita con el esparto para las espuertas, sogas para las necesidades de la casa, o los aperos de las yuntas; las mujeres hilaban la lana o la tejían, otros  desgranaban maíz para los animales… eran verdaderos talleres en  los que aprendías de todo lo que necesitabas para la vida, que después lo llevabas a la práctica sembrando, cultivando, cuidando… y después cosechando.

         Después, la vida transcurría en contacto íntimo con la naturaleza viviendo como ensamblado en ella de tal forma que eras parte del sistema y esta forma de vida te proporcionaba un conocimiento espectacular de la naturaleza, del entorno… que te hacía conocer todo tipo de plantas, su hábitat, su cultivo, sus funciones: recuerdo que en mi niñez yo iba a labrar con los hombres mayores y conocía perfectamente todas las plantas, distinguiendo dentro de un sembrado de trigo, todo lo que era hierba que lo podía perjudicar, como la cebada, la avena, la grama, el centeno, el ballico… que eran hierbas muy parecidas al trigo y cuando labrabas había que arrancarlas junto con otras que atacaban el sembrado; eso lo hacen hoy con los herbicidas. 

La  misma cosa ocurría con la fauna: se adquiría un perfecto conocimiento de todos los animales de la zona, sus características y sus hábitats.

         Recuerdo que en mi niñez yo llegué a tener 170 palomas y las conocía a cada una por su nombre; tenía pájaros de diferentes especies y conocía dónde tenían sus nidos, dónde se escondían los zorros de la zona, dónde tenían sus madrigueras los conejos, y conocía el sistema de vida de cada especie… ¡y todo esto sin ir a la escuela!. Había una simbiosis perfecta con la naturaleza. Jamás conocí un fuego en el campo durante mi niñez y tenía perfecto conocimiento de cómo evitarlo y sabía perfectamente el beneficio que hacían al entorno cada uno de los animales que existían.

         Yo nunca tuve juguetes, pero me sentía feliz con los que yo mismo me hacía pues disfrutaba echando a volar mi imaginación  haciéndome mis propios juguetes tallando la madera, utilizando la concha de los pinos,  dándoles formas a las piñas o con la cascara de la naranja que excepcionalmente me echaban los reyes cada año, junto con un mantecado de los que tenía colgados en un clavo del techo mi abuela, en un canasto de mimbre que aprendí a tejer; hacía figuras de animales, de hombres y de lo que necesitaba para mis juegos con espigas de “amor del hortelano” (una hierba cuyas espigas se adhieren a la ropa y entre ellas).

         Recuerdo que aprendí a tejer el esparto y solía hacerme calzado de esparto que le llamaban “ovías” y para utilizar el esparto tejido me hacía  con un trozo de palo una aguja para coser las cuerdas.

         Conocía la floración de todas las plantas y las distinguía por la flor o por la corteza de sus troncos. Y sabía perfectamente lo que la naturaleza produce en cada época del año, cuándo había que sembrarlo; todo lo que era comestible y también lo que es  peligroso para la salud.

         Cuando llegaba el mes de Diciembre, era el tiempo de las matanzas de los cerdos y esto era un acontecimiento único en la aldea cada año: en cada matanza se juntaba toda la familia; el primer día se hacía una gran olla de cocido con todo tipo de carne de las distintas partes del cerdo, de la que comíamos toda la familia, y se compartía con los vecinos; a partir de ahí, durante  dos o tres días se convivía comiendo juntos y  bebiendo el vino hecho en casa, haciendo los embutidos distintos: chorizo, morcilla de varios tipos, salchichón, butifarra, queso de cerdo, sobrasada, salar los jamones, sacar la manteca, que después serviría para hacer los dulces y también para suavizar pieles… aprendíamos a hacer todas estas cosas y conocíamos los aliños que llevaba cada cosa, ahí se iban clasificando incluso los gustos. Este ritual era compartido con todos los vecinos.

         Los niños esperábamos el desposte del cerdo para coger la vejiga con la que nos hacíamos una pelota para jugar, inflándola y recubriéndola de trapos; cuando se nos rompía, la utilizábamos para hacer una zambomba que luego nos serviría como instrumento para cantar los villancicos en la navidad.

         La “matanza” del cerdo era la base de la alimentación del año, `pues de él se hacían diferentes embutidos, se salaban las distintas partes condimentadas con distintos sabores: jamones, tocinos, panceta, mantecas, lomos…; otras partes se utilizaban para los chorizos, el salchichón, las morcillas… todo esto se conservaba y servía de remanente base para acompañar a todo lo que después se venía cultivando durante todo el año, de tal forma que, el dinero se usaba solamente para comprar lo indispensable.

Pero todo esto que suponía el sistema de vida de la comunidad, era algo que los niños conocíamos de primera mano y aprendíamos como algo completamente natural, de forma que si en un momento determinado se nos pedía que lo hiciéramos, teníamos un conocimiento perfecto y sin dudar lo hubiéramos hecho.

         Cada cosa de éstas que voy enumerando, no se realizaba de forma individual y en solitario, sino que era el resultado de una vivencia comunitaria que, al mismo tiempo que se convertía en escuela de aprendizaje para los niños, iba afianzando lazos de unidad, amistad, solidaridad y cariño entre los vecinos y la familia.

         Aprendíamos a la perfección cuándo había que sembrar los distintos productos que teníamos que utilizar en la vida: trigo, cebada, garbanzos, lentejas, habichuelas, habas, guisantes, yeros, centeno, patatas, cebollas, ajos, remolacha, hortalizas… aún conservo en el recuerdo el gusto natural de cada cosa de las que he enumerado.

         Cuando llegaba la época de la recolección, sabíamos perfectamente cuándo estaban maduros los frutos y cuándo era el tiempo de recogerlos y cómo hacerlo: en el verano,  las eras se llenaban de cereales hacinados esperando su turno para la trilla y luego,  esperando que el aire entrara en la era en su momento y, con la fuerza necesaria para aventar y separar la paja del grano; teníamos un conocimiento perfecto de todos los utensilios que se empleaban para todos estos quehaceres y hasta las medidas utilizadas: cuartillos, celemines, cuartillas, fanegas… Recuerdo que cuando entró en la aldea una máquina de aventar, aquello fue un gran acontecimiento a pesar de que había que hacer girar a mano la polea que aventaba

Eran los meses de verano una época con un sabor especial y un esquema de vida mucho más abierto y externo que, incluso, había mucha gente que dormía en la parva que se estaba trillando, o en el “pez” (montón) de trigo que se estaba aventando, evitando así que en la noche llegara algún animal escapado y se comiera el trigo, más no por el miedo a que se lo robaran, esto raramente ocurría, pues cada vecino se convertía en cuidador de los bienes de los otros.

De la misma manera, los meses de invierno eran más sombríos por el frío, la nieve y la lluvia… en esos meses no solo cambiaba el ciclo de la naturaleza, sino que surgía otra forma de vida, con otros productos, otros cultivos y la maduración de otros frutos que resultaban de un sabor maravilloso en esta época: tengo vivo el recuerdo de los granados o de los caquis completamente pelados y  atiborrados de fruta madurada en el árbol y con su tiempo propicio, con un sabor único.

De la misma manera recuerdo los últimos tomates verdes que se recogían para atarlos en racimos y colgarlos en las vigas del techo para que maduraran a la sombra, lo mismo que los membrillos, los melones, las uvas, las serbas o los pimientos que se colgaban en sartales para secarlos y hacer con ellos el pimentón de la matanza o el de los potajes.

De la misma manera los higos que se secaban en paseros, junto con tomates, berenjenas o pimientos asados que después se utilizaban en invierno; era la forma de guardar alimentos para que se pudieran utilizar  cuando no había, pues cada época tenía sus productos y la forma de guardarlos era así o sumergidos en aceite o enterrados en sal

         Esos meses últimos del otoño y los primeros del invierno arando los campos y sembrando los cereales, esperando que la lluvia  empapara los campos para que germinaran las semillas sembradas y, después de las jornadas de trabajo o en los días de lluvia que impedían hacer otras cosas en el campo, ir a buscar, en lugares que ya conocíamos, las collejas, los cardillos, las setas de cardo cuca o las trufas, que llamábamos “masacucas”…

Todo esto lo guardo en mi mente de niño de 6 o 7 años, cuando yo no conocía ni un lápiz, menos aún un bolígrafo y no tenía idea de lo que era una escuela y ni se me podía pasar por la cabeza que pudiera existir un ordenador, ¡Cuánto menos todo lo que hoy tenemos!.

Pero cuando veo hoy a un niño obsesionado con el móvil y con  los aparatos que lo rodean, siento lástima, porque se está perdiendo la belleza de la vida. Estoy seguro que de todo esto que estoy hablando, de lo que a la edad de cinco años tenía perfecto conocimiento y es lo que ha supuesto la base para mi vida, me pregunto: ¿De qué podrá hablar un niño cuando llegue a la edad adulta? , ¿Qué medios tendrá para hacerle frente a la vida?
 
Después, cuando ya he sido adulto, lo que he utilizado para defenderme, lo que me ha servido para vivir y tener autonomía, no ha sido lo que me enseñó la escuela, sino la vida, y esto lo aprendí en el espacio de mis cinco primeros años de vida; la escuela me dio un instrumento muy importante que fue el aprender a leer y escribir, que son dos instrumentos para poder relacionarte, la universidad me dio conocimientos universales, algo así como si fueran los cuadros con los que adornas una casa, pero éstos no sirven para nada si es que no tienes dónde colgarlos.