Yo no puedo
dejar de recordar mi infancia en aquella aldea de Aulabar, es más, cuando
observo la infancia de los niños actuales, siento lástima, pues les han robado
la infancia.
No ha
quedado en mi mente marcado el dolor, el sufrimiento, las grandes carencias que
tuve de alimentos, de cariño, de afecto familiar, de juguetes, de caprichos…
Nunca se me ocurrió pensar en estas cosas, ni atormentarme por ellas, pues
sabía perfectamente que no las iba a poder tener; pero en cambio siento mi
infancia llena de luz y de libertad, tan libre como un pájaro, como una ardilla
o como alguno de los animales con los que me crié.
Recuerdo
entrañablemente las tardes de verano, debajo del parral de Luis, o de Antonio, donde
mayores, jóvenes y niños aguantábamos el grueso del calor de la tarde, hasta
que refrescaba un poco y cada uno retomaba el trabajo, mientras tanto, allí en
la calle, unos dormitaban, otros hablaban y allí compartíamos todo.
En las noches de invierno, junto al fuego, donde
hombres, mujeres, pastores, muleros, ancianos, niños… cada uno haciendo sus
cosas: pleita con el esparto para las espuertas, sogas para las necesidades de
la casa, o los aperos de las yuntas; las mujeres hilaban la lana o la tejían,
otros desgranaban maíz para los
animales… eran verdaderos talleres en
los que aprendías de todo lo que necesitabas para la vida, que después
lo llevabas a la práctica sembrando, cultivando, cuidando… y después
cosechando.
Después, la
vida transcurría en contacto íntimo con la naturaleza viviendo como ensamblado
en ella de tal forma que eras parte del sistema y esta forma de vida te
proporcionaba un conocimiento espectacular de la naturaleza, del entorno… que
te hacía conocer todo tipo de plantas, su hábitat, su cultivo, sus funciones:
recuerdo que en mi niñez yo iba a labrar con los hombres mayores y conocía
perfectamente todas las plantas, distinguiendo dentro de un sembrado de trigo,
todo lo que era hierba que lo podía perjudicar, como la cebada, la avena, la
grama, el centeno, el ballico… que eran hierbas muy parecidas al trigo y cuando
labrabas había que arrancarlas junto con otras que atacaban el sembrado; eso lo
hacen hoy con los herbicidas.
La misma cosa ocurría con la fauna: se adquiría
un perfecto conocimiento de todos los animales de la zona, sus características
y sus hábitats.
Recuerdo
que en mi niñez yo llegué a tener 170 palomas y las conocía a cada una por su
nombre; tenía pájaros de diferentes especies y conocía dónde tenían sus nidos,
dónde se escondían los zorros de la zona, dónde tenían sus madrigueras los
conejos, y conocía el sistema de vida de cada especie… ¡y todo esto sin ir a la
escuela!. Había una simbiosis perfecta con la naturaleza. Jamás conocí un fuego
en el campo durante mi niñez y tenía perfecto conocimiento de cómo evitarlo y
sabía perfectamente el beneficio que hacían al entorno cada uno de los animales
que existían.
Yo nunca
tuve juguetes, pero me sentía feliz con los que yo mismo me hacía pues
disfrutaba echando a volar mi imaginación haciéndome mis propios juguetes tallando la madera,
utilizando la concha de los pinos, dándoles
formas a las piñas o con la cascara de la naranja que excepcionalmente me
echaban los reyes cada año, junto con un mantecado de los que tenía colgados en
un clavo del techo mi abuela, en un canasto de mimbre que aprendí a tejer;
hacía figuras de animales, de hombres y de lo que necesitaba para mis juegos
con espigas de “amor del hortelano” (una hierba cuyas espigas se adhieren a la
ropa y entre ellas).
Recuerdo
que aprendí a tejer el esparto y solía hacerme calzado de esparto que le
llamaban “ovías” y para utilizar el esparto tejido me hacía con un trozo de palo una aguja para coser las
cuerdas.
Conocía la
floración de todas las plantas y las distinguía por la flor o por la corteza de
sus troncos. Y sabía perfectamente lo que la naturaleza produce en cada época
del año, cuándo había que sembrarlo; todo lo que era comestible y también lo
que es peligroso para la salud.
Cuando
llegaba el mes de Diciembre, era el tiempo de las matanzas de los cerdos y esto
era un acontecimiento único en la aldea cada año: en cada matanza se juntaba
toda la familia; el primer día se hacía una gran olla de cocido con todo tipo
de carne de las distintas partes del cerdo, de la que comíamos toda la familia,
y se compartía con los vecinos; a partir de ahí, durante dos o tres días se convivía comiendo juntos
y bebiendo el vino hecho en casa, haciendo
los embutidos distintos: chorizo, morcilla de varios tipos, salchichón,
butifarra, queso de cerdo, sobrasada, salar los jamones, sacar la manteca, que
después serviría para hacer los dulces y también para suavizar pieles…
aprendíamos a hacer todas estas cosas y conocíamos los aliños que llevaba cada
cosa, ahí se iban clasificando incluso los gustos. Este ritual era compartido
con todos los vecinos.
Los niños
esperábamos el desposte del cerdo para coger la vejiga con la que nos hacíamos
una pelota para jugar, inflándola y recubriéndola de trapos; cuando se nos
rompía, la utilizábamos para hacer una zambomba que luego nos serviría como
instrumento para cantar los villancicos en la navidad.
La
“matanza” del cerdo era la base de la alimentación del año, `pues de él se
hacían diferentes embutidos, se salaban las distintas partes condimentadas con
distintos sabores: jamones, tocinos, panceta, mantecas, lomos…; otras partes se
utilizaban para los chorizos, el salchichón, las morcillas… todo esto se
conservaba y servía de remanente base para acompañar a todo lo que después se
venía cultivando durante todo el año, de tal forma que, el dinero se usaba
solamente para comprar lo indispensable.
Pero todo esto que
suponía el sistema de vida de la comunidad, era algo que los niños conocíamos
de primera mano y aprendíamos como algo completamente natural, de forma que si
en un momento determinado se nos pedía que lo hiciéramos, teníamos un conocimiento
perfecto y sin dudar lo hubiéramos hecho.
Cada cosa
de éstas que voy enumerando, no se realizaba de forma individual y en
solitario, sino que era el resultado de una vivencia comunitaria que, al mismo
tiempo que se convertía en escuela de aprendizaje para los niños, iba
afianzando lazos de unidad, amistad, solidaridad y cariño entre los vecinos y
la familia.
Aprendíamos
a la perfección cuándo había que sembrar los distintos productos que teníamos
que utilizar en la vida: trigo, cebada, garbanzos, lentejas, habichuelas,
habas, guisantes, yeros, centeno, patatas, cebollas, ajos, remolacha,
hortalizas… aún conservo en el recuerdo el gusto natural de cada cosa de las
que he enumerado.
Cuando
llegaba la época de la recolección, sabíamos perfectamente cuándo estaban
maduros los frutos y cuándo era el tiempo de recogerlos y cómo hacerlo: en el
verano, las eras se llenaban de cereales
hacinados esperando su turno para la trilla y luego, esperando que el aire entrara en la era en su
momento y, con la fuerza necesaria para aventar y separar la paja del grano;
teníamos un conocimiento perfecto de todos los utensilios que se empleaban para
todos estos quehaceres y hasta las medidas utilizadas: cuartillos, celemines,
cuartillas, fanegas… Recuerdo que cuando entró en la aldea una máquina de
aventar, aquello fue un gran acontecimiento a pesar de que había que hacer
girar a mano la polea que aventaba
Eran los meses de verano
una época con un sabor especial y un esquema de vida mucho más abierto y
externo que, incluso, había mucha gente que dormía en la parva que se estaba
trillando, o en el “pez” (montón) de trigo que se estaba aventando, evitando
así que en la noche llegara algún animal escapado y se comiera el trigo, más no
por el miedo a que se lo robaran, esto raramente ocurría, pues cada vecino se
convertía en cuidador de los bienes de los otros.
De la misma manera, los
meses de invierno eran más sombríos por el frío, la nieve y la lluvia… en esos
meses no solo cambiaba el ciclo de la naturaleza, sino que surgía otra forma de
vida, con otros productos, otros cultivos y la maduración de otros frutos que
resultaban de un sabor maravilloso en esta época: tengo vivo el recuerdo de los
granados o de los caquis completamente pelados y atiborrados de fruta madurada en el árbol y
con su tiempo propicio, con un sabor único.
De la misma manera
recuerdo los últimos tomates verdes que se recogían para atarlos en racimos y
colgarlos en las vigas del techo para que maduraran a la sombra, lo mismo que
los membrillos, los melones, las uvas, las serbas o los pimientos que se colgaban
en sartales para secarlos y hacer con ellos el pimentón de la matanza o el de
los potajes.
De la misma manera los
higos que se secaban en paseros, junto con tomates, berenjenas o pimientos
asados que después se utilizaban en invierno; era la forma de guardar alimentos
para que se pudieran utilizar cuando no
había, pues cada época tenía sus productos y la forma de guardarlos era así o
sumergidos en aceite o enterrados en sal
Esos meses últimos del otoño y los primeros del invierno
arando los campos y sembrando los cereales, esperando que la lluvia empapara los campos para que germinaran las
semillas sembradas y, después de las jornadas de trabajo o en los días de
lluvia que impedían hacer otras cosas en el campo, ir a buscar, en lugares que
ya conocíamos, las collejas, los cardillos, las setas de cardo cuca o las
trufas, que llamábamos “masacucas”…
Todo esto lo guardo en
mi mente de niño de 6 o 7 años, cuando yo no conocía ni un lápiz, menos aún un
bolígrafo y no tenía idea de lo que era una escuela y ni se me podía pasar por
la cabeza que pudiera existir un ordenador, ¡Cuánto menos todo lo que hoy
tenemos!.
Pero cuando veo hoy a un
niño obsesionado con el móvil y con los
aparatos que lo rodean, siento lástima, porque se está perdiendo la belleza de
la vida. Estoy seguro que de todo esto que estoy hablando, de lo que a la edad
de cinco años tenía perfecto conocimiento y es lo que ha supuesto la base para
mi vida, me pregunto: ¿De qué podrá hablar un niño cuando llegue a la edad
adulta? , ¿Qué medios tendrá para hacerle frente a la vida?
Después, cuando ya he
sido adulto, lo que he utilizado para defenderme, lo que me ha servido para
vivir y tener autonomía, no ha sido lo que me enseñó la escuela, sino la vida,
y esto lo aprendí en el espacio de mis cinco primeros años de vida; la escuela
me dio un instrumento muy importante que fue el aprender a leer y escribir, que
son dos instrumentos para poder relacionarte, la universidad me dio
conocimientos universales, algo así como si fueran los cuadros con los que
adornas una casa, pero éstos no sirven para nada si es que no tienes dónde
colgarlos.