Recogiendo lo que me contaba una persona muy querida se me ha ocurrido
hacer un recorrido por esas etapas por las que vamos pasando en la vida y en
las que observamos que en realidad no hay nada nuevo, solamente aparecen
distintas las formas con las que se reviste la realidad. Esta persona me decía:
“Me dice mi hija ahora que ella tiene ya dos hijos: “Mamá, cómo fuiste capaz de
aguantar y soportar todas las cosas que te hicimos cuando éramos niños y
después jóvenes?”
Apenas empezaba a tener capacidad de comprender, su padre le regaló el día de su cumpleaños un
bastón, para que con él se apoyase
cuando caminaba, se defendiese cuando fuera atacado por los animales peligrosos
y con él pudiese también hacer otras muchas cosas.
El día de su bautismo (a los tres años), su madre le
regaló la vela que les dio el sacerdote para que la cuidara y la encendiese en los momentos más importantes de su vida, explicándole el
significado y la importancia tan grande que para ella tenía.
Fueron pasando los años y, en la plenitud de su juventud,
empezó a interesarse de otras muchas cosas que la vida le presentaba y, tanto
el bastón de su padre, como la vela de su madre los arrinconó, pues los
consideraba una tontería que no servían para nada y, por tanto, algo que no valía
la pena, hasta el punto que muchas veces estuvo a punto de tirarlos a la
basura, pero se retuvo al hacerlo, ya que se trataba de algo que su padre y su
madre lo habían tenido en gran estima y
se lo regalaron como algo grande, entonces, por consideración a sus padres, los
guardó allá en un rincón del trastero mirándolos con cariño.
Pasados los años, ya en la madurez, empezaron a
flaquearle las piernas y empezó a sentir necesidad de un apoyo y se acordó del
bastón que le había regalado su padre; fue al trastero y allí se lo encontró,
derecho, impecable; Se alegró enormemente de no haberlo tirado a la basura.
La vida le dio un vuelco y las cosas se pusieron muy
duras, en nada se parecía a aquella alegría y potencia que sentía en su
juventud en donde creía que era dueño del mundo: las cosas habían cambiado
mucho, nada se parecía a lo que él había soñado: se había roto su hogar, se
había quedado sin trabajo, se sentía enfermo y todo parecía haber perdido el
sentido… ¡Cómo recordaba todo aquello
que le habían dicho sus padres y que tanto le molestaba escuchárselo. Se fue al
trastero y encontró aquella vela que su madre le había regalado y recordó con lágrimas todo aquello que le
había dicho su madre sobre el significado de aquella vela de su bautismo… y sintió cómo su madre lo había querido y en
su amor reconoció el de Dios.
Cogió la vela, le limpió todo el polvo que se le había
pegado, la puso en un hermoso candelabro y en los momentos de tristeza y
soledad, la encendía para rezarle a la
Virgen y darle gracias a Dios por los
padres que le había dado y por todo lo que le dijeron, recordando que sus padres le habían hecho un
gran regalo: le habían dado la fe, lo habían abierto a la gran familia de los
hijos de Dios, le habían dado la posibilidad de llamar a Dios Padre, le habían
dado la esperanza y la seguridad de que, aunque la vida se pusiera de espaldas,
Dios le daba siempre la cara y, siempre lo esperaba con los brazos abiertos…
Se acordaba ahora de sus hijos y los veía perdidos, sin
principios, sin ilusión, sin esperanza y sentía ganas de llorar de ver cómo los
había dejado perderse por un concepto estúpido de respeto y de libertad.
Aquel bastón y
aquella vela, se convirtieron para él en dos signos grandes que le empujaban a
no dar la batalla por perdida y a retomar
todo aquello que por tanto tiempo había olvidado y hasta despreciado.
En la vida de la persona viene a ocurrir algo parecido a
la historia del bastón y de la vela que representan al padre y a la madre:
-En la infancia, en la niñez y en la
adolescencia, los hijos viven amarrados
a sus padres, pues sin ellos no pueden hacer nada, ni pueden defenderse por
ellos mismos.
-En la juventud sienten el ímpetu y la fuerza de la vida,
hasta el punto de creerse autosuficientes y consideran a los padres unos
intrusos atrasados, cargados de prejuicios y de conceptos obsoletos sin
sentido, que les impiden ser felices; ellos no conocen la historia, no han vivido,
les falta la mitad de la vida, pues solo funcionan a instancias de los
impulsos… llega el momento que se sienten tan grandes y autosuficientes que
prescinden por completo de los padres y hasta los llegan a sentir un estorbo
para sus vidas e intentan o, lo realizan, arrinconarlos en el “trastero”.
Pero la vida sigue su marcha implacable y va haciendo que
cada cosa se ponga en su sitio y, sin darnos cuenta, van pasando los años y
pasó la niñez, la adolescencia, la juventud… y llega la madurez y aparecen los
hijos y repiten esquemas y los vemos que vuelven a ponerse en la misma tesitura
que antes nos pusimos nosotros, cuando
estábamos como ellos y ahora no tenemos argumentos nuevos para rebatir los
mismos problemas que nosotros poníamos y no nos queda más remedio que volver al “bastón” que nos dejó nuestro padre
y a la “vela” que nos regaló nuestra
madre y a repetir los mismos argumentos que ellos nos dieron, repitiendo a los
hijos exactamente lo mismo que nosotros escuchamos y, cuando los vemos que empiezan a ser
autosuficientes y planean meternos en el
“ trastero”, entonces nos damos cuenta realmente que la vida no tiene más que
una luz que ilumina verdaderamente y que no hay otro amor más auténtico y verdadero que el de un padre y una madre
que no tienen otro motivo para vivir que buscar la felicidad de sus hijos.